jueves, 12 de febrero de 2015

Pelayo, rey: La batalla de Guadalete






«¡Tenía que llegar a tiempo!» Ése era el único pensamiento que ocupaba la mente de Pelayo cuando saltaba por encima de los cuerpos caídos en el campo de batalla. Como en un sueño, entre mandoble y mandoble, había visto a su amigo enfrentándose a un gigantesco africano. La desesperación multiplicó la fuerza de sus brazos y, con movimientos circulares de su arma, alejó a sus oponentes más cercanos, abriendo un sangriento camino hacia el lugar donde Julián acababa de ser derribado. «¡Dios mío! ¡Un paso más! ¡Un esfuerzo más!» Ignoraba las amenazas de los enemigos que esgrimían sus armas alrededor de él como en un macabro baile. Sólo veía la cimitarra que comenzaba a descender, fuera del alcance de su brazo. Pero, con la ayuda de Dios, es posible que... Su espada chocó contra el arma del musulmán un instante antes de que impactase contra el cráneo de Julián, desviándola y haciendo perder el equilibrio al beréber. Munuza se volvió, desconcertado, y contemplando ante sí una fiera amenaza. Un guerrero godo, un alto jefe, a juzgar por las insignias que mostraba entre la capa de lodo y sangre que le cubría. Su abollado capacete de cuero y metal apenas podía contener los cabellos rubios. Su barba parecía una máscara debido a los pingajos sanguinolentos y fangosos que la cubrían. Lo que sí apreció con claridad fue el brillo frío de los ojos azules. En el fragor de la batalla, el instinto de Pelayo, del guerrero nato, del luchador implacable, se impuso a todos sus sentidos. Con letal determinación, los dos poderosos guerreros se atacaron sin piedad. Sus espadas trazaron a su alrededor remolinos de muerte, y nadie osó ponerse al alcance de los aceros de los dos contendientes.
Más allá, cerca de la cumbre del altozano, y a punto de romper las líneas enemigas a costa de perder en el empeño a más de la mitad de sus hombres, Teudefredo se encontró por fin frente a Tarif, jefe del ala derecha del ejército musulmán, que había acudido presuroso a defender el puesto de mando de su jefe. La destreza y agilidad del beréber mantuvieron a raya los primeros y furiosos ataques del primo del rey, ya que el cansancio acumulado tras horas de batalla compensaba la mayor fuerza y superior armamento del godo.






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