«¡Tenía que llegar a tiempo!» Ése era el
único pensamiento que ocupaba la mente de Pelayo cuando saltaba por encima de
los cuerpos caídos en el campo de batalla. Como en un sueño, entre mandoble y
mandoble, había visto a su amigo enfrentándose a un gigantesco africano. La
desesperación multiplicó la fuerza de sus brazos y, con movimientos circulares
de su arma, alejó a sus oponentes más cercanos, abriendo un sangriento camino
hacia el lugar donde Julián acababa de ser derribado. «¡Dios mío! ¡Un paso más!
¡Un esfuerzo más!» Ignoraba las amenazas de los enemigos que esgrimían sus
armas alrededor de él como en un macabro baile. Sólo veía la cimitarra que
comenzaba a descender, fuera del alcance de su brazo. Pero, con la ayuda de
Dios, es posible que... Su espada chocó contra el arma del musulmán un instante
antes de que impactase contra el cráneo de Julián, desviándola y haciendo
perder el equilibrio al beréber. Munuza se volvió, desconcertado, y
contemplando ante sí una fiera amenaza. Un guerrero godo, un alto jefe, a
juzgar por las insignias que mostraba entre la capa de lodo y sangre que le
cubría. Su abollado capacete de cuero y metal apenas podía contener los
cabellos rubios. Su barba parecía una máscara debido a los pingajos
sanguinolentos y fangosos que la cubrían. Lo que sí apreció con claridad fue el
brillo frío de los ojos azules. En el fragor de la batalla, el instinto de
Pelayo, del guerrero nato, del luchador implacable, se impuso a todos sus
sentidos. Con letal determinación, los dos poderosos guerreros se atacaron sin
piedad. Sus espadas trazaron a su alrededor remolinos de muerte, y nadie osó
ponerse al alcance de los aceros de los dos contendientes.
Más allá, cerca de la cumbre del
altozano, y a punto de romper las líneas enemigas a costa de perder en el
empeño a más de la mitad de sus hombres, Teudefredo se encontró por fin frente
a Tarif, jefe del ala derecha del ejército musulmán, que había acudido
presuroso a defender el puesto de mando de su jefe. La destreza y agilidad del
beréber mantuvieron a raya los primeros y furiosos ataques del primo del rey,
ya que el cansancio acumulado tras horas de batalla compensaba la mayor fuerza
y superior armamento del godo.
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