—¡Nobles jefes astures! —exclamó con voz
potente—. ¡Valerosos guerreros! —abrió los brazos como si quisiera abarcar a
todos los concurrentes, que ya eran todos los jefes, las familias, todas las
tribus, pues la voz de que algo inusual estaba ocurriendo había corrido veloz
por toda la pradera—. Hasta este momento no me he dado cuenta de que soy uno de
vosotros, lo mismo que mis hijos. Pero ahora las palabras de Gaudiosa han hecho
caer la venda de mis ojos, y veo con claridad que vuestro destino y el mío
están unidos. ¡Sí, soy uno de los vuestros! La fuerza de mi brazo, todo el
valor del que soy capaz y hasta mi muerte os pertenecen. ¡Soy el guerrero que
luchará hasta el final por defender vuestra libertad! —Se hizo un gran
silencio. Todos estaban pendientes de sus palabras—. Viviendo entre vosotros,
sé cuáles son vuestras preocupaciones y las dificultades a las que tendréis que
hacer frente. Pero por ser godo y por haber sido uno de sus generales, sé cómo
piensan, cómo viven y cómo luchan los hombres de los valles. Todos mis saberes
son los que pongo ahora en vuestras manos. Como bien ha dicho Gaudiosa, los que
ahora nos dominan son enemigos crueles y poderosos. No creen en Jesucristo, y
no nos dejarán rezar a nuestro Dios. Ya han sido encarcelados muchos
sacerdotes, y pronto no quedará una iglesia en pie por los valles.
Voces de «¡es cierto!», proferidas por
algunos de los presentes que venían de las zonas más próximas a las dominadas
por los musulmanes, dieron más fuerza a sus palabras. Sin detenerse, Pelayo
continuó:
—Raptan y violan a las mujeres. —Y su
voz se quebró, angustiada—. A mi propia hermana. —Cerró el puño y su semblante
se endureció—. ¡Juro que la liberaré y les haré pagar por esta ofensa con
sangre! Toman a las mujeres de los valles, y pronto vendrán a por las vuestras.
Nuevas voces asintieron a las palabras
del godo, que le indicaron que las rapacerías de los musulmanes habían sido más
extensas de lo que él creía.
—Por eso os digo —continuó el rubio
guerrero—, ¡ya está bien de escondernos en las cimas de los montes como si
fuéramos bestias asustadas! ¡Ésta es nuestra tierra! ¡Toda ella! ¡Bajemos de
las alturas y expulsemos a los invasores! ¡A los que nos oprimen! ¡A los
enemigos de nuestro pueblo! ¡A los enemigos de nuestro Dios!
Entretanto, Xuan El Roxín no había estado ocioso. Confiaba plenamente en el prestigio que
su prima Gaudiosa tenía entre los jefes de las tribus, y en la admiración que
Pelayo suscitaba entre los guerreros; pero no estaría de más echarles una mano
en lo que pudiese. Había reunido rápidamente a varios de sus allegados y les
había indicado que se introdujeran entre la multitud que rodeaba al orador con
instrucciones concretas. Rugidos de entusiasmo contestaron a la exaltada arenga
de Pelayo, más que los proferidos por los enviados de El Roxín. Xuan miró a su
alrededor, satisfecho y sorprendido. Había ordenado a sus hombres que
respondiesen con gritos de ánimo a las exhortaciones del godo, pero la
comunicación, la unión que se estaba produciendo entre los astures y el
corpulento guerrero que les hablaba no hacían necesaria la intervención de los
incondicionales de Xuan, que se veían estimulados no por las órdenes de éste,
sino por el ambiente creado por las palabras de Pelayo.
—Soy quien puede ayudaros a sacudir el
yugo que os oprime; el que puede conducir nuestra lucha para expulsar a los
infieles de nuestras tierras.
Todos se pusieron en pie, desde los jefes
hasta los guerreros más alejados, enardecidos por las palabras de Pelayo.
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