Ahora
que han pasado más de doscientos años, y mi frente está ajada y blanco mi
cabello, es el momento de repasar las edades pretéritas, antes de que mi
espíritu acuda ante Mandos, juez de los valar.
Los
libros antiguos hablan de nosotros, los hombres, como los Seguidores porque
fuimos creados por el Único después de los elfos. También se nos llamó
Huéspedes o Forasteros porque nuestro paso por el mundo es breve y no estamos
atados a la tierra. Surgimos en los años del Sol, cuando la Tierra Media era
regida por los presurosos cambios del crecimiento y el declinar de las cosas.
Además, fuimos los Malditos porque nos asemejábamos al Señor Oscuro más que
ninguna de las otras razas. Pero la entrega de mi antiguo linaje, los edain, en
las Guerras de Beleriand hizo que fuéramos recompensados por los valar, quienes
nos ofrecieron la isla de Númenor. En este nuevo hogar nos alcanzó la riqueza y
el júbilo, pero la larga sombra de Sauron pervirtió nuestros corazones y la
tierra que surgió de las aguas se hundió de nuevo en el océano.
Yo,
Aragorn II, soy el último de los edain en esta tierra y heredero de Isildur,
cuyo padre, el gran Elendil, fue el señor de los Fieles y creador de las
dinastías de Gondor y Arnor. Por mis venas corre la antigua nobleza de los
númenóreanos, y mis manos sostienen la espada Andúril, la Narsil forjada de
nuevo, símbolo de la destrucción del Señor Oscuro.
Han
transcurrido más de cien años de mi reinado. Atrás quedaron las hazañas
gloriosas, como capitán, como montaraz, como miembro de la Compañía... Hemos
traído la paz a las Tierras Occidentales, alejando la oscuridad de la Tierra
Media. Pero debemos vigilar la niebla de nuestros corazones, pues ahí siempre
habita.
A
mi lado permanece Arwen, mi amada reina, cuya luz disuelve la bruma de mi alma.
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