En la mansión de Lutgarda, situada en
una colina a las afueras de Tuy, reinaba la calma y el silencio. Todos sus
ocupantes dormían y reponían fuerzas para el trabajo del día siguiente.
Mientras, en el dormitorio de la dama, dos cuerpos entrelazados hablaban entre
susurros. Fáfila había entrado subrepticiamente hasta allí y había empezado a
explicarle sus intenciones; pero la pasión, acrecentada por lo esporádico de
sus encuentros, había hecho que las palabras se entrecortasen y dejasen pronto
paso al amor. Al fin, Fáfila susurró sus planes en los ilusionados oídos de su
amada. ¿Estaba de acuerdo la dama en abandonar sus privilegios y prerrogativas,
arriesgando incluso su vida, por seguir junto él? ¿Llegó a contestarle? Nadie
lo sabrá nunca, pues en ese momento la puerta de la habitación se derrumbó con
estrépito y media docena de soldados entraron en la estancia al mando de
Sigmundo y del hermano del duque, Sisberto, cuya fama de experto luchador
superaba incluso a la del duque de Llanera. Tras ellos, en un rostro enmarcado
por una cuidada barba negra, los ojos fríos y crueles de Witiza, hijo de Egica
y duque de Gallaecia, relucían con odio.
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