viernes, 20 de diciembre de 2013

E-books a menos de 3 euros


Como ya hemos anunciado previamente en Facebook, vamos a ofreceros una gran cantidad de e-books para que podáis disfrutar de nuestros libros en formato electrónico. Nos hemos embarcado en esta nueva aventura porque los lectores nos lo estabais pidiendo a gritos y es nuestro deber, como editorial, ofreceros las cosas que os gustan en los formatos que prefiráis.


Una vez tomada la decisión de realizar los libros electrónicos, con todo el trabajo que ello conlleva, aún nos quedaba una pregunta que responder: ¿qué precio sería adecuado?

Tradicionalmente, las editoriales han sido reacias a usar el formato electrónico en sus libros, debido sobre todo al peligro de la piratería. En general, las reacciones de las editoriales han sido más que recelosas, pero la mayoría se han visto empujadas, finalmente, a sacar sus productos en este nuevo formato. Lo cierto es que el libro electrónico ha superado las expectativas que sobre él tenía puesto el mundo editorial y ahora finalmente las editoriales nos hemos tenido que “poner las pilas”.

El gran problema del consumidor ha residido, sin embargo, en el elevado coste de un producto que, físicamente, es en realidad un archivo electrónico. Debéis entender, no obstante, que un e-book sigue siendo un libro, sigue teniendo el trabajo de edición, maquetación y, por supuesto, escritura, que cualquier libro. Es decir, hay que seguir obteniendo beneficios de él para pagar al escritor, editor, traductor (en su caso), maquetador, etc. aunque no haya coste de impresión y distribución.

Tras debatir internamente sobre el precio adecuado para un e-book, nos hemos vuelto hacia vosotros los lectores, de nuevo, para saber qué es lo que necesitáis. Según las encuestas, casi nadie está dispuesto a pagar más de 5 euros por un libro electrónico, y la mayoría declara que considera 3 euros un tope de precio adecuado.

Una vez más, os hemos escuchado. Vamos a salir de la dinámica que han adoptado las grandes editoriales con altos precios para los formatos electrónicos y vamos a ofreceros estos productos por entre 0,99 y 2,99 euros. Los formatos que usaremos serán epub (optimizado para UBReader) y/o pdf, dependiendo del formato adecuado para cada libro.

Esta decisión encaja también con nuestro nuevo proyecto editorial, #FantasíaParaTodos, del que os hablaremos próximamente.

Con vuestras opiniones y peticiones en el petate, nos embarcamos en este nuevo viaje. Estamos deseando saber en qué culminará y, sobre todo, que vosotros disfrutéis mucho del camino.


jueves, 19 de diciembre de 2013

El sexto océano, extracto



Una vez dejado atrás el mar de Banda, el grupo empleó los días siguientes en recorrer de oeste a este el alargado pasadizo que formaba el mar de Arafura. Rielar dejó atrás aquellas risas primeras al comprobar que las ganas de Áldero por rivalizar con Élias, lejos de ser un hecho aislado, se prodigaban a cada momento. Renunciando al sostén de Unauán, lo mismo lo retaba a descender a pulmón libre hasta la máxima profundidad como a nadar a toda velocidad o a pescar el mayor número de presas para el sustento del grupo… La cuestión era competir en aquella especie de Olimpiadas para dos, en las que Áldero no parecía querer incluir a nadie más que a Élias, y que este aceptaba con simpatía pero también con desconcierto, al no entender la fiereza del otro y sus ansias de ganar a cualquier precio. Rielar veía disgustada cómo sus charlas con el recién llegado habían disminuido mucho de un tiempo a esa parte, y en un par de ocasiones el disgusto dio paso al enojo, cuando, en algunos juegos de lucha, el hermano de Eliom sometió a tales placajes a Élias que llegaron a rozar la asfixia o le provocaron algún grito de dolor. Era como si Áldero, detrás de esa nueva cordialidad de la que parecía hacer gala desde su conversación con Unauán, escondiera una rabia inmensa que no pudiera evitar sacar a flote en el momento álgido de la competición. Romm y Dicayos, a los que cada día se les veía más compenetrados, no parecían dar importancia a todo aquello, pero la hermana marina de Áldero dejaba aún más de manifiesto que la propia Rielar lo poco que le gustaban aquellos nuevos jueguecitos.
Por todo ello, cuando aquella mañana Rielar vio cómo, después de una reñida carrera en la que habían quedado muy igualados, los dos varones se ponían a charlar mientras nadaban relajados, la chica respiró aliviada. Estaban ya a la altura del golfo de Carpentaria, no lejos del estrecho de Torres, donde llegaba a su término aquel largo pasillo marítimo, y quizás estimulada por la pureza del cielo de aquel límpido amanecer, Rielar se animó a acercarse a los chicos.
—En Nueva Guinea —decía en ese momento Áldero señalando hacia la isla, ahora tan cercana que se podían distinguir sus densas masas arbóreas desde la distancia— existen los únicos pájaros venenosos del planeta. Son los pájaros basura o pájaros amargos, y su veneno está en las plumas y en la piel. —El chico se giró hacia su compañero, sin darse cuenta aún de la cercanía de Rielar—. En mi piedra-corazón está grabada la imagen de una serpiente marina rayada, un animal por naturaleza tímido y pacífico, pero dueño de unos de los venenos más mortíferos que se conoce. No existe antídoto… —Áldero se sobresaltó al ver a la chica nadando a su lado, pero tras un breve titubeo, continuó hablando—. Mis padres me contaron que de niño fui mordido por un ejemplar pequeño, y que a duras penas, casi milagrosamente, conseguí sobrevivir…
Rielar estaba atónita. Los datos concretos sobre la piedra-corazón de un profundo de los Reinos del Mar, son algo muy íntimo que solo se comparte con aquellos en los que confías plenamente. Ella misma tuvo que aprender esa lección del modo más amargo, cuando la recolectora renegada Ulular usó el conocimiento de su piedra para tenerla a su merced. Es más, ella no conocía esa anécdota sobre la piedra-corazón de Áldero, y ahora este se la contaba tan alegremente a Élias. ¿Qué pasaba? El chico siguió con sus confidencias casi como si quisiera reproducir el último pensamiento de ella.
—Las piedras-corazón son extraordinarias. No se sabe a ciencia cierta por qué la recolectora graba una cosa u otra en cada una de ellas, ni lo que significa el símbolo en cuestión, hasta que ocurre algo que lo explica todo… Me han dicho que tú tienes una piedra-corazón muy especial, ¿no?
—Sí, supongo —comentó Élias, algo cohibido, pues aún no conocía mucho al chico, pero sintiéndose obligado a corresponderle con la misma confianza que este le había mostrado hacía un momento—. Son unas grandes alas desplegadas simbolizando el vuelo de un albatros —desveló, mientras tenía, como casi todos los días, un recuerdo para su querida Libertad, allá donde estuviese.
—Bueno, claro, siempre está el símbolo grabado en la piedra, pero yo me refería a que la tuya, además, parece albergar alguna clase de presagio para su portador…
Ahora sí que Rielar no podía dar crédito a lo que oía. Pero más que asombrada, estaba furiosa. ¿Cómo podía Áldero ser tan desconsiderado? Por desgracia, ya lo veía todo muy claro: el chico había conducido la conversación hasta ese punto para hurgar morbosamente en algo que sabía que tenía que mortificar mucho a Élias. Este no era el Áldero que ella conocía… y que amaba.
Élias no sabía muy bien cómo reaccionar a las palabras de Áldero.
—Oh… claro, claro, eso… —balbuceó, mirando parpadeante la inexpresiva cara de Áldero y luego la muy expresiva cara de Rielar. Después bajó la mirada, respiró hondo y volvió a alzar el rostro. Sus ojos habían recuperado por entero su serena claridad—. Llevo toda mi vida conviviendo con el presagio de que mi piedra-corazón será la causa de mi muerte. Durante muchos años libré una guerra conmigo mismo por esa cuestión…, pero ahora estoy en paz. Que ese momento llegue cuando tenga que llegar. —Lo dijo serio, pero en el último instante, incluso se permitió un asomo de sonrisa.
Los otros dos jóvenes no tuvieron tiempo para reaccionar a sus palabras, pues la voz de Romm, a sus espaldas, los sobresaltó.
—¡Mirad! ¡Allí delante!
En la diáfana mañana, apenas sin viento, rodeada por un cielo azul sin mácula, se veía una enorme formación nubosa en forma de blanco tubo de kilómetros y kilómetros de largo, como una inmensa ola a punto de romper sobre el horizonte. Era una grandiosa nube Gloria de la Mañana, peculiar fenómeno atmosférico propio del golfo de Carpentaria que jamás se daba en abril, sino siempre en primavera, entre septiembre y noviembre. Sin embargo, allí estaba, con toda su grandeza y esplendor.
La contemplación de aquella nube supuso algo diferente para cada uno de los tres muchachos. Élias se limitó a ampliar su leve sonrisa y volver a respirar profundamente el aire de la mañana, casi con fruición, como si compartiera una especie de feliz secreto con esa ola primera, celeste, anunciadora de las otras muchas, también enormes y magníficas, que encontraría en su viaje por el gran océano. Rielar notó cómo su furia se aplacaba ante la contemplación de tanta belleza, y en esa nueva serenidad solo le quedó un poso de mansa pena… Pena por Élias, pena por ella, pero sobre todo y sin saber explicar por qué, una conmovedora pena por Áldero. Lo que sintió este último resultó más difícil de desentrañar, pero el resultado de ese sentimiento fue que le pasó la mano por el hombro a Élias y murmuró con la cabeza gacha:
—Lo siento. He sido un idiota… Llevo una temporada que no me reconozco ni yo. Intenta olvidarlo, por favor.
Hubo un momento de silencio antes de que el otro contestara.
—No pasa nada. El amor nos enloquece. Yo lo sé.

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lunes, 9 de diciembre de 2013

La marca del guerrero, extracto





Sefeide tamborileó con sus afilados dedos contra el reposabrazos de la silla de madera. El repiqueteo de sus mermadas uñas contra la superficie invadía la sala. Sus dientes, algo puntiagudos, rechinaban y chasqueaban cuando movía la mandíbula hacia delante y hacia atrás. Su impaciencia era evidente, pero él luchaba por ocultarla a pesar de que se encontraba solo en la estancia. Era un hombre irascible, propenso a la exageración y las rápidas decisiones. Por eso, en momentos como aquel, sus sirvientes preferían mantenerse ocupados en cosas que no implicaran permanecer en su presencia o bajo su mirada furibunda.
Maltés entró en la amplia estancia con el paso más firme que pudo. Lo cierto es que nunca tuvo un buen porte; eso su padre debía admitirlo mientras lo veía caminar hacia él. Observó que el muchacho llevaba en sus manos un grueso sobre que envolvía una carta. Una misiva sin duda procedente del gobernante, puesto que llevaba el sello de la realeza, lacrado de rojo oscuro y rematado con un tinte verde que formaba la marca de la familia real. El sello estaba, no obstante, roto; la carta ya había sido leída por su hijo y, aunque eso no le importunaba, ansiaba conocer la respuesta de inmediato. Sin embargo, a decir verdad, en su interior ya suponía cuál sería.
—Señor. —Su hijo se inclinó levemente para saludarlo.
—¿Traes buenas nuevas? —preguntó su padre, tenso, sintiendo cómo se erguía sobre su asiento de forma inconsciente.
«No, padre, no he tenido incidentes durante el viaje, agradezco vuestra preocupación», pensó el joven Maltés, suspirando para sí. Su padre interpretó este suspiro como una mala señal en respuesta a su pregunta.
—¿Se han negado? —insistió en saber.
—De nuevo —corroboró el muchacho, y se acercó unos pasos más para entregarle la misiva, subiendo el pequeño escalón sobre el que descansaba la ostentosa aunque anticuada silla de madera noble.
Sefeide le arrebató de las manos la carta y comenzó a leer con avidez. Su cara iba perdiendo o ganando color según sus ojos recorrían las palabras en ella escritas. Maltés regresó a su posición anterior, bajando el peldaño, en espera del permiso para retirarse y regresar al jardín que hacía tanto tiempo que no podía cuidar. Su viaje le había costado perder de vista las plantas que cultivaba con admiración, y temía que se hubieran marchitado; no obstante, sospechaba que ahora tendría que soportar la decepción de su padre, que caería como rocío sobre él, calándole hasta los huesos.
—¡Es increíble! ¡Increíble! —exclamó Sefeide, indignado. Se habría levantado airadamente de no ser porque la edad empezaba a jugarle malas pasadas—. ¿Te han dejado siquiera ver a la joven Aremís?
—No, me temo que no han permitido que nos conociéramos.
—¡Son unos déspotas, eso son! Aliándose con familias de segunda con tal de no ofrecernos una oportunidad, y todas ellas dándonos la espalda para esperar como buitres la elección de su señor. ¡No seguiré jugando a su juego! Las excusas suenan ya vacuas a mis oídos tras tanto tiempo tratando de llegar a ellos de forma cordial. Todos sabemos lo que los retiene a la hora de ligar a su familia con la mía.
Maltés escuchó todo aquello como lo había escuchado tantas otras veces desde que nació. El conocimiento implícito de esas palabras era algo arraigado en su consciencia desde que era un infante, quizá por eso no le embargaba la indignación que, en cambio, parecía despertar en su padre. Ellos, los Aivanek, nunca alcanzarían el trono, pero su progenitor parecía incapaz de asumirlo.
—Es un sinsentido. ¡Un sinsentido, te digo! Pero, ah..., haré que sean ellos quienes vengan a suplicar. Les daré una razón a sus rechazos. Oye lo que te digo. —Y remarcó—: suplicarán la conmiseración de mi familia. ¿Has traído el halcón?
El muchacho asintió.
—Bien, si hiciste lo que te dije no debería haber problemas. Los bárbaros aceptarán, por la cuenta que les trae. Esta afrenta no será nuevamente ignorada, quiero ver a uno de mis hijos en el trono antes de morir. —Miró a Maltés con rabia. No era su predilecto, pero podría haber servido a sus propósitos—. No has permanecido demasiado tiempo allí. ¿Fuiste insistente?
—Lo fui, señor.
—No lo suficiente, sin duda.
El muchacho guardó silencio, aunque no comprendía por qué su padre insistía en culparlo de un fracaso que venía de una cadena de previos e iguales fracasos, en los que él no había llegado a tener participación alguna y que se remontaban generaciones atrás. Su propio padre había tenido que soportarlos.
Ante su negativa a rebatir la acusación, Sefeide desvió de nuevo el objetivo de sus críticas hacia su gobernante.
—Si el pueblo supiera todo lo que el rey hace, se rebelaría. Es fácil mantener el velo cuando ostentas el poder e impedir que otros alcancen tu nivel de riqueza atacándolos y castigándolos por delitos que tú mismo superas con creces. Tanto le preocupa que sus hijas sean bien casadas y tener contentos a los miembros de las familias que le sirven y a los grandes comerciantes, que se olvida de que el pueblo tiene hambre y ha pasado mucha más. Ellos no lo olvidarán y terminarán aliándose conmigo, ya lo verás. Yo convertiré este desolado territorio en un imperio inconmensurable. Puede que mis arcas no estén tan llenas como las suyas, pero poco falta, y una vez consiga aliados, precipitaré los ataques contra el gobierno... ¡Maltés! ¿Me estás escuchando?
El zagal se giró de nuevo hacia su padre, parpadeando en la penumbra; le había deslumbrado el sol que entraba por la ventana por la cual había estado mirando ensimismado, sumergido en sus propios pensamientos, mucho más de su interés que el discurso egocentrista de su padre.
—Disculpad, señor. Sí, os escucho.
—Ya no eres un niño, Maltés, y si no aprendes a ascender y a mantenerte en el nivel de los adultos vas a caer en alguna de las trampas de las otras familias. Apenas te dedicas a entrenar, no escuchas los consejos de tu tutor, no aprendes las lecciones de historia, no participas en los ritos familiares, caminas por ahí con la vista perdida como un alma en pena... ¡No me extraña que te rechazaran!
—También rechazaron a Taisham —entró en su juego el muchacho, mostrándose a la defensiva pero hablando con calma y educación—. ¿No es cierto, padre?
Sefeide se levantó y se enderezó cuanto fue capaz, aunque tuvo que apoyarse en su bastón de cuerno para hacerlo.
—¡No te atrevas ni a pronunciar su nombre, insolente! Nunca llegarás a ser ni la décima parte del hombre que es él.
Maltés le lanzó una mirada afilada con los labios apretados. Pero la afirmación, lejos de enfurecerlo, hizo que su despecho diera paso rápidamente a la tristeza. Bajó sus ojos color perla, dejando la mirada perdida en una grieta del suelo.
—Retírate de mi presencia... solo me recuerdas la deshonra que es tenerte por hijo.
El muchacho hizo una leve inclinación y abandonó la sala.




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