miércoles, 30 de mayo de 2012

Feria del Libro de Madrid 2012, 1


Feria Libro de Madrid 2012
Caseta 177.


Ya han transcurrido los primeros días de la Feria del Libro 2012 y podemos hacer una primera valoración. Ciertamente, el primer fin de semana ha sido más flojo que otros años, posiblemente por caer en una fecha cercana a final de mes, y por tanto muchas personas no habían cobrado. Pero, por otro lado, los visitantes parece que son más selectivos, miran y comparan, seguramente para coger fuerzas para los próximos días, por tanto serán lectores más exigentes. Y eso es bueno, ya que nos obligarán a buscar mejores historias que ofrecerles, por suerte tenemos una línea de narrativa fantástica formada casi en su totalidad por autores españoles, muchos de ellos noveles y llenos de energía, que estamos seguros que no defraudará.

También podemos decir que la afición a Star Wars no ha decaído, y aunque ya no tenemos los derechos para publicar más títulos, muchos aficionados se acercan y nos preguntan. Sobre todo los más jóvenes de la casa, que, aprovechando su afición a las aventuras de los jedi, empiezan a aficionarse con la lectura gracias a la colección “Aprendiz de Jedi”. En ese aspecto creemos que no hay nada mejor que afianzar la pasión de leer con historias entretenidas de jóvenes padawan que tiene la misma edad que ellos. Aunque en ocasiones hay algún padre que parece que esté dispuesto a desalentar a su hijo a leer, pero, por suerte, son los menos. Al contrario, hay otros padres que están más interesados que sus propios hijos en que lean las aventuras de los jóvenes jedi. ¿Serán estos veteranos fans de las aventuras de Luke Skaywalker o Leia Organa?

Por nuestro lado estos días hemos tenido en nuestra caseta a varios de nuestros autores para firmar sus libros. El viernes y el sábado por la tarde compartió su tiempo con nosotros Sergio M. Glegg, que estuvo firmando un buen número de ejemplares de su novela “El Jardín de la Duermevela”, que usando las tradiciones y leyendas Asturianas nos cuenta la historia de Ippuk, cuya infancia transcurre rodeada de duendes y otras criaturas mágicas del bosque. Su historia no deja de impactar entre los visitantes de la caseta, tal vez por ser usar nuestras propias tradiciones, y por tanto más cercanas.

El sábado y el domingo por la mañana estuvo con nosotros Juan Carlos Pantoja, uno de los autores del libro “Paseos por las leyendas de Toledo”, una interesante guía de leyendas, ya que está estructura para poder pasear por la ciudad e ir descubriéndolas en diferentes rutas por la antigua capital de España. Un libro imprescindible para todos los amantes de esta mágica e histórica ciudad, así como los aficionados a la tradición popular, base de toda cultura.


Mientras que la tarde del domingo tuvimos la compañía Pedro Pablo García May, con su novela “Islas en el cielo”, que, usando la teoría de la Tierra Hueca, nos lleva a través de varios personajes por un viaje hacia el centro de la Tierra, como ya hiciera Julio Verne hace años. Es un libro entretenido y lleno de aventuras, que cuando terminas de leer te hace plantearte si realmente existe otro lugar por debajo de la corteza terrestre.

La verdad es que tuvimos una gran suerte en contar con todos ellos y pasar un buen rato. Así que os invitamos a venir a la caseta, este año la 177, donde en los próximos días tendremos a Vael Zanón, Házael González, Guadalupe Oteo, Lucía González Lavado y Cris Ortega, Manuel Berrocal y Verónica Valle, repitiendo con nosotros Pedro Pablo García May. ¡Os esperamos!



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lunes, 28 de mayo de 2012

El coleccinista de sellos, introducción


EL COLECCIONISTA DE SELLOS.
INTRODUCCIÓN. 
LA NOCHE DE SAN SILVESTRE

Melchor Barrera giró de nuevo la llave de contacto. El motor de arranque emitió un ruido mortecino, parecido al lamento de un animal enfermo, que se debilitó con rapidez hasta ahogarse finalmente en medio de un estertor metálico.
—¡Mierda! —masculló Barrera, mientras se reclinaba, irritado, contra el asiento de cuero.
Había comprado el coche más sofisticado y rápido del mundo, un Bentley de cuatro litros y medio con compresor, capaz de alcanzar los doscientos kilómetros por hora, lo había importado a España desde Inglaterra, lo había mantenido en perfectas condiciones durante meses, a buen recaudo en aquel garaje, y ahora, justo en ese momento, el armatoste no conseguía ponerse en marcha.
«La batería», pensó Barrera. Se había descargado y él no había previsto tener otra de repuesto. Aunque quizá pudiera arrancar el motor con la manivela... Pero no, resultaría imposible mover manualmente los pesados pistones de aquel monstruo.
—¡Mierda, mierda, mierda! —repitió, cada vez más exasperado.
Bajó del coche y pateó con irritación una rueda. Después de tanto tiempo diseñando hasta el menor detalle de aquel plan, ahora todo se venía abajo por una tontería. Respiró profundamente, intentando calmarse.
El lejano sonido de unos disparos lo sobresaltó.
No, no eran disparos; se trataba de los cohetes y petardos con que la gente celebraba el año nuevo. Barrera consultó su reloj: era la una menos cuarto de la madrugada. Aquel primero de enero de 1939 llevaba cuarenta y cinco minutos instalado en los calendarios y, por primera vez después muchos años, ahora que el fin de la guerra estaba próximo, la gente volvía a celebrar con alegría una Nochevieja.
Sí, Madrid era una fiesta. Pero no allí, en aquel barrio del extrarradio, solitario y oscuro.
Barrera se apoyó en el capó del coche y permaneció unos segundos pensativo, considerando cuáles iban a ser sus próximos pasos. Tenía que abandonar Madrid, eso era prioritario; así que estaba obligado a utilizar su otro coche, un modesto Austin Ten, mucho menos potente y veloz que el Bentley. El problema residía en que el Austin estaba guardado en un garaje de la calle Quintana, cerca del parque del Oeste, en el otro extremo de la ciudad, lo que suponía una larga caminata hasta llegar allí.
Suspiró. Más le valía ponerse en marcha.
Abrió de nuevo la portezuela del automóvil y sacó de su interior un portafolio de cuero negro. Se trataba de un maletín muy poco convencional: su estructura era de acero y estaba dotado de una cerradura de seguridad. Además, de él surgía una cadena en cuyo extremo había un grillete parecido a los de las esposas. Barrera rodeó con el grillete su muñeca izquierda y lo cerró. Bajo ningún concepto quería separarse de aquel maletín, cuyo contenido iba a convertirlo en el hombre más poderoso del mundo.
Aferró con fuerza el asa, abandonó el garaje y, una vez en la calle, echó a andar. Toda precaución era poca, de modo que decidió dar un rodeo a través del solar donde se había alzado el viejo hipódromo. Ellos ya habían deducido la naturaleza de sus planes y, a esas alturas, debían de estar buscándolo.
Sí, lo sabían. A fin de cuentas, le habían mandado una carta llena de advertencias: «No lo hagas, o todo se vendrá abajo», «Estás poniendo en peligro el proyecto», «Devuelve lo que nos has quitado». Incluso se permitían amenazarlo de muerte: «No salgas de casa la noche del 1 de enero; si lo haces, tu vida correrá peligro».
Barrera rió sin alegría. Pretendían asustarlo, hacerle cambiar de idea; pero no, no iban a conseguirlo. Lo que él les había quitado era un prodigio, algo más valioso que todo el oro del mundo, algo que le iba a proporcionar un poder y una riqueza como jamás se había visto sobre la faz de la Tierra. Había necesitado de mucho esfuerzo y dedicación para hacerse con ello. Había tenido que mentir y engañar. Incluso se había visto obligado a sabotear sus propias cápsulas. Así que no, ahora no iba a consentir que nada ni nadie se lo arrebatase.
La noche era fría, de modo que se subió las solapas del abrigo y aceleró el paso. Llegó a la calle Raimundo Fernández Villaverde y giró en dirección a la carretera de Chamartín y el paseo de Ronda. A la derecha se alzaba la masa oscura de los pinares de la Cruz del Rayo. A su izquierda resplandecían las ventanas iluminadas de unos bloques de pisos. De una de ellas surgía el sonido de una radio, llevando a sus oídos la melodía de un villancico tradicional.

En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna,
la Virgen y san José y el Niño que está en la cuna...

Barrera divisó frente a él los edificios de la residencia de estudiantes y, junto a ellos, el lugar donde hasta hacía pocos años se encontraba el hipódromo de La Castellana. En 1934, las autoridades decidieron derribarlo para construir en su lugar los nuevos ministerios, pero la guerra civil frustró ese proyecto y ahora, cinco años más tarde, del viejo hipódromo no quedaba más que un solar pedregoso y vacío. Silbando suavemente el villancico que acababa de escuchar, Barrera se internó en las sombras que cubrían aquel terreno lleno de escombros. Atravesándolo, y encaminándose después hacia la calle Ríos Rosas, podía ahorrarse un buen trecho. Y tenía prisa. Mucha.
Había avanzado unos cien metros por entre zanjas y montones de piedras cuando distinguió frente a él la silueta de un carro tirado por un burro. Estaba parado junto a una casamata y el único movimiento que se percibía era el de la cola del animal. Barrera se detuvo instantáneamente. ¿Qué hacía un carro allí, a esas horas...? Quizá perteneciese al guarda de la obra, o, por el contrario, podía tratarse de chatarreros robando material de construcción.
En cualquier caso, Barrera decidió extremar la prudencia, de modo que avanzó sigilosamente, pegado a una valla de madera carcomida. Dejó atrás el carro y miró en derredor. Aparentemente, allí no había nadie. Barrera suspiró, aliviado. Se estaba dejando llevar por la imaginación, más le valía tranquilizarse. Continuó caminando en silencio, arrimado a la valla, hasta alcanzar la altura de los últimos tablones.
El lejano estampido de unos petardos resonó en la noche.
Entonces, súbitamente, alguien surgió de entre las sombras y agarró con violencia a Barrera por las solapas. Era un hombre hirsuto y mal encarado, de baja estatura pero recia complexión. El brillo helado de la hoja de un cuchillo destellaba en su mano derecha.
—¡Tate quieto, julay! —advirtió en tono amenazador—. ¡Dame to lo que lleves o te hinco el filoso!
Barrera abrió desmesuradamente los ojos y dio un paso atrás, intentando zafarse de su agresor. Instintivamente, aferró con las dos manos el portafolio.
«No», pensó; después de tanto esfuerzo no podía consentir que se lo quitaran.
El desconocido agarró con fuerza el maletín y, dando un tirón, se lo arrancó de entre las manos. Pero Barrera estaba unido a la valija por una cadena de acero, de modo que se vio violentamente impulsado hacia delante y chocó contra el hombre. Este se revolvió y tiró nuevamente del maletín. Barrera, zarandeado, comenzó a gritar pidiendo socorro.
—¡Achanta la muy, joputa! —gruñó el desconocido—. ¡Y suelta el petate te dicho, mira que te rajo, cabrón...!
Pero Barrera continuó gritando.
Entonces el cuchillo se alzó por encima de sus cabezas, deteniéndose un instante en el aire para luego precipitarse velozmente, primero hacia abajo y luego hacia arriba, describiendo un letal arco de luz. La afilada hoja de acero traspasó casi sin resistencia los músculos del estómago de Barrera y atravesó los intestinos hasta clavarse en la espina dorsal.
Barrera enmudeció instantáneamente. Sus ojos se desorbitaron mientras la boca se le llenaba de sangre. Sin proferir un lamento, se desplomó sobre el suelo.
Una nueva traca de petardos resonó en la lejanía.
Las notas de un villancico llegaron apagadas por la distancia.

Noche de paz,
noche de luz;
ha nacido Jesús...
Pastorcillos que oís anunciar;
no temáis cuando entréis a adorar;
que ha nacido el amor...

Un individuo surgió del interior del carro. Se llamaba Eutimio Capeche y era primo hermano de Zacarías Capeche, el hombre que acababa de poner fin a la vida de Melchor Barrera. Ambos pertenecían al clan de los Capeches, una numerosa familia de quinquis dedicada al robo de chatarra y quincalla, así como a toda suerte de actividades delictivas.
Eutimio se aproximó al cuerpo de Barrera y se inclinó para examinarlo.
—Le has apiolao, animal —dijo, volviéndose hacia su primo—. Tenías que achorarle, no darle matarile...
Zacarías Capeche se encogió de hombros mientras limpiaba con un trapo la ensangrentada hoja de su cuchillo.
—Se puso a bufetar y había que callarlo —dijo, en tono de excusa—. ¿Qué querías qu’iciese...? Amás, no soltaba el petate.
Eutimio cogió del suelo el maletín y tiró de él. La cadena tintineó y se tensó. El exánime brazo de Barrera se movió de un lado a otro, como si aquel cadáver fuera una siniestra marioneta y el quinqui un titiritero.
—¿Cómo lo va a soltar, jodio? ¿No ves que va atao al maletín?
—¡Coño! —exclamó Zacarías, inclinándose hacia delante—. Seguro que ahí lleva baribú de parné... ¿Qué amos a hacer...?
—Meterlo pal carro, no vaya a ser que venga alguien. —Eutimio cogió el cuerpo de Barrera por las axilas y se volvió hacia su primo—. ¡Vamos! ¡Echa una mano, pasmao...!
Entre los dos metieron el cadáver en el interior del carro, depositándolo sobre un montón de hierros oxidados. Eutimio rebuscó en los bolsillos del traje de Barrera hasta encontrar la cartera. Con una sonrisa, le mostró a Zacarías su contenido.
—¡Mira, primo: dólares, como en las películas! —Agitó el fajo de billetes—. ¡El julay estaba forrao!
Pero Zacarías apenas le hizo caso, afanado como estaba en intentar abrir el maletín con una palanqueta.
—Esto no hay quien lo reviente —masculló, luchando en vano contra la cerradura—. Vamos a tener que aserrar la cadena... —Permaneció unos instantes pensativo y añadió—: O mejor el brazo, ques más blando.
—Mira que eres bruto, quiyo —murmuró Eutimio. Se inclinó sobre el cadáver y volvió a registrar las vestimentas de Barrera. En el bolsillo del chaleco encontró una pequeña llave. Se la tendió a su primo—. Anda, prueba con esto, gilí...
Zacarías, malhumorado, cogió la llave de un manotazo y la introdujo en la cerradura. El pestillo saltó con un leve «clic». Abrió la tapa y contempló el interior del maletín.
Estaba completamente vacío, salvo por un pequeño sobre blanco.
Zacarías lo abrió y contempló incrédulo lo que contenía.
—¿Pero qué mierda es esto...? —masculló.
Zacarías Capeche había puesto todas sus esperanzas en aquel portafolio. Pensaba, no sin razón, que si un hombre va encadenado a un maletín es porque ese maletín debe de contener algo realmente valioso; de modo que esperaba encontrar alhajas o dinero, pero nunca un botín tan miserable.
—¡Maldita sea! —gruñó.
Y se disponía a arrugar aquel estúpido sobre y su aún más estúpido contenido, cuando su primo se lo arrebató de entre las manos.
—Tranquilo, hombre —dijo Eutimio—. Esto puede valer mucha guita.
—¿Esa mierda? ¡No jodas!
—Sí, primo. Hay quien paga muchos charneles por cosas así, y yo sé dónde podemos venderlo. —Se guardó el sobre en el bolsillo, junto a los billetes. Acto seguido saltó al pescante del carro y azuzó al burro—. Ahora vamos a buscar una calera para deshacernos del fiambre, que, como sigamos así, va a empezar a funguelar...
El animal se puso en marcha con paso cansino y, lentamente, traqueteando y bamboleándose, el carro se perdió en la oscuridad.
Así fue cómo Melchor Barrera, el hombre que estaba destinado a alcanzar más gloria y poder que ningún otro en la historia, desapareció para siempre de la faz de la Tierra.
Y las piezas del juego comenzaron a desplegarse sobre el tablero.

sábado, 26 de mayo de 2012

Paseo por las Leyendas de Toledo


Paseo por las Leyendas de Toledo
Una guía en los límites de lo real

Desde nuestro sello Imágica llega la cuarta edición de Paseo por las Leyendas de Toledo, una guía en los límites de lo real.

Este trabajo es el fruto de un proyecto que se inició hace ya muchos años. Joaquín García Sánchez-Beato y yo comenzamos a recoger leyendas toledanas en el año 1996, durante una serie de mañanas luminosas del mes de julio, en la sala de lectura de la antigua Biblioteca Pública de Toledo.

Nuestro libro nace con la ilusión de aportar una nueva forma de contar las leyendas de Toledo, e incluye un puñado de relatos que no habían vuelto a ver la luz desde su primera publicación, ya lejana, en las páginas de la revista Toledo, en otras publicaciones periodísticas del siglo XIX y en algún libro hoy olvidado.

Juan Carlos Pantoja Rivero

Los autores:
Juan Carlos Pantoja Rivero (Toledo, 1961) es doctor en filología hispánica y profesor de lengua y literatura españolas en la Instituto Alfonso X el Sabio de Toledo. Su labor investigadora se centra en la literatura caballeresca del siglo XVI, y es autor de numerosos libros relacionados con el tema. Participó en el libro Toledo, ciudad de leyenda.

Juaquín García Sánchez-Beato (Toledo, 1961-2006) ejerció como maestro de primaria en la provincia de Toledo. Su pasión por la historia le convirtió en un gran conocedor de muchos de los secretos que el paso del tiempo dejó como legado en Toledo, ciudad con la que se sentía muy identificado. También colaboró en el libro Toledo, ciudad de leyenda.

Las leyendas:

La milagrosa aparición de santa Leocadia

A orillas del Tajo. En su florida vega. En la conclusión del estrecho y amoroso abrazo con que el río enlaza a Toledo y se aleja hacia poniente, se yergue humilde, pero firme, la basílica de la santa toledana, Leocadia, virgen y mártir.
Hija de familia patricia y acomodada, Leocadia profesó la fe cristiana desde su juventud y, fiel a su doctrina, murió en prisión el 9 de diciembre del año 303 o 304 (según Francisco Rivera Recio), víctima de la persecución desatada por el cruel Daciano contra los seguidores de Jesús.
Los fervorosos cristianos, que entonces abundaban, aunque en secreto, en Toledo, dieron sepultura a los restos de Leocadia y elevaron un altar en aquel sitio que, con el paso del tiempo, se convirtió en lugar sagrado, edificándose una basílica que fue santuario final de peregrinos y sede de numerosos concilios durante el periodo visigodo. Allí acudían los fieles a diario con piadosas oraciones, encendidas alabanzas o humildes peticiones a la santa, agolpándose en el recinto de la basílica, incapaz ya de acoger aquella continua muchedumbre.
Gobernaba la iglesia toledana en el año del nacimiento de Jesucristo de 666, el venerable Ildefonso, singularmente devoto en el culto a la Virgen María. Llegada la fecha del 9 de diciembre de ese año, festividad de la famosa santa, partió de la ciudad, como era costumbre, una procesión hacia la basílica extramuros, encabezada por Ildefonso y otros prelados eclesiásticos, y el rey Recesvinto, rodeado de lo más granado de sus nobles. Tras ellos desfilaba el pueblo sencillo de Toledo formando una gran marea humana.
Ya en el interior del templo, repleto de fieles, comenzaron los oficios religiosos y las alabanzas y gratitudes a la Virgen y a la patrona de Toledo. Y estando ocupados en estos menesteres, se produjo un milagroso prodigio ante los ojos atónitos de todos los asistentes: como movida por una invisible y poderosa mano, se levantó la pesada losa que cerraba el sepulcro de la santa, y de su interior, envuelta en una luz sobrenatural, surgió Leocadia, cubierta por un inmaculado velo blanco. La prodigiosa aparición dio unos pasos hacia los estupefactos y petrificados espectadores, y dirigiéndose a Ildefonso, le dijo:
—Por ti vive mi Señora.
Dando a entender con estas palabras que la expansión del culto mariano en el reino visigodo se debía a él, la refulgente aparición dio media vuelta y se encaminó de nuevo a su sepulcro. Entonces Ildefonso, con una daga que le había entregado el aún sorprendido rey Recesvinto, alcanzó a cortar un trozo del velo de la santa.
Con la preciada reliquia, volvieron todos a la ciudad dando gracias al cielo y, según dice don José Amador de los Ríos, en su Toledo pintoresca de 1845, «el velo juntamente con el cuchillo hasta el día de hoy se conserva en el sagrario de la iglesia Mayor, entre las demás reliquias.»


El Cristo de la Vega

Hacía algún tiempo que la pasión había permitido la entrada del joven soldado Diego Martínez a los recatados aposentos de la bella Inés de Vargas; los dos, entregados a su amor, eran ya propiamente marido y mujer, según las reglas del matrimonio secreto. Sin embargo, la joven, discreta y noble, quiso que lo que ambos habían consumado se hiciese público algún día. Aquella tarde luminosa, en la Vega, doña Inés y don Diego paseaban conversando amenamente, y la muchacha consideró oportuno solicitar de su amado el juramento de que se casaría con ella:
—Mi padre conoce ya nuestros amores, y es justo que limpiéis con vuestro juramento la mancha de mi honra —comentó doña Inés.
—No es menester un juramento cuando está por medio mi palabra —fue la respuesta del galán.
El tesón de la dama les colocó a los dos ante la imagen del Cristo que presidía la nave del templo de la Vega, y allí Diego Martínez juró, a los pies de la figura, que se casaría con Inés a la vuelta de las guerras de Flandes.
Los días se prolongaban, los meses eran eternos y los años transcurrían en la soledad de la casa de los Vargas, donde doña Inés esperaba, con la mirada puesta en la ventana, la vuelta del soldado que le tenía dada palabra de matrimonio. Pasados tres años, Inés vio a lo lejos las tropas españolas que volvían de Flandes, y salió a la calle a recibir a su soldado. Pero no era un soldado el que tornaba, sino un capitán; y no era Diego Martínez, sino don Diego, altivo, gallardo, orgulloso y olvidadizo hasta el extremo de no reconocer a la que fue otrora su amada. Tras rogar y suplicar, despechada, Inés recurrió a la justicia y se arrojó a los pies del gobernador, don Pedro Ruiz de Alarcón, quien, tras oír a la muchacha, convocó a don Diego Martínez:
—Sí conozco a esta mujer, mas haberle jurado matrimonio, lo niego —respondió seguro el capitán.
—Pues no tenéis ningún testigo —dirigiéndose el gobernador a Inés—, no se ha de poner en duda la palabra de don Diego.
Con lágrimas en los ojos, la pobre dama engañada recordó que el juramento fue ante la imagen de Dios:
—¡Sí tengo un testigo! —dijo—: ¡El Cristo de la Vega!
Llegada la comitiva de jueces, escribanos, protagonistas y mirones a la ermita del Cristo, consideró don Pedro que era llegado el momento de tomar declaración a tan alto testigo:
—Hijo de María: ¿juras que es cierto que don Diego Martínez dio aquí, en tu presencia, palabra de matrimonio a doña Inés de Vargas? —preguntó el notario, mientras acercaba hacia él la Biblia.
Y una voz sobrenatural que llenó todo el recinto, exclamó:
—¡Sí, juro!
Y entonces, la imagen despegó de la cruz una ensangrentada y desgarrada mano que posó sobre el libro en señal de juramento. Sobrecogidos los presentes, nadie supo qué hablar, y don Diego, tembloroso, cedió ante tan buen testigo y cumplió su palabra con doña Inés, aunque quién sabe si ambos, espantados ante el prodigio, no decidieron renunciar a las vanidades de este mundo y profesar como religiosos en alguno de los conventos que encierra la ciudad. La imagen del Cristo de la Vega, desde entonces, ha permanecido siempre así, con el brazo desenclavado.



Colección: Historia mítica
Edición: Rústica con solapas
Páginas: 288.
Formato: 15,6 x 23,2
P.V.P.: 19,50€
ISBN: 978-84-95775-32-9


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