lunes, 28 de mayo de 2012

El coleccinista de sellos, introducción


EL COLECCIONISTA DE SELLOS.
INTRODUCCIÓN. 
LA NOCHE DE SAN SILVESTRE

Melchor Barrera giró de nuevo la llave de contacto. El motor de arranque emitió un ruido mortecino, parecido al lamento de un animal enfermo, que se debilitó con rapidez hasta ahogarse finalmente en medio de un estertor metálico.
—¡Mierda! —masculló Barrera, mientras se reclinaba, irritado, contra el asiento de cuero.
Había comprado el coche más sofisticado y rápido del mundo, un Bentley de cuatro litros y medio con compresor, capaz de alcanzar los doscientos kilómetros por hora, lo había importado a España desde Inglaterra, lo había mantenido en perfectas condiciones durante meses, a buen recaudo en aquel garaje, y ahora, justo en ese momento, el armatoste no conseguía ponerse en marcha.
«La batería», pensó Barrera. Se había descargado y él no había previsto tener otra de repuesto. Aunque quizá pudiera arrancar el motor con la manivela... Pero no, resultaría imposible mover manualmente los pesados pistones de aquel monstruo.
—¡Mierda, mierda, mierda! —repitió, cada vez más exasperado.
Bajó del coche y pateó con irritación una rueda. Después de tanto tiempo diseñando hasta el menor detalle de aquel plan, ahora todo se venía abajo por una tontería. Respiró profundamente, intentando calmarse.
El lejano sonido de unos disparos lo sobresaltó.
No, no eran disparos; se trataba de los cohetes y petardos con que la gente celebraba el año nuevo. Barrera consultó su reloj: era la una menos cuarto de la madrugada. Aquel primero de enero de 1939 llevaba cuarenta y cinco minutos instalado en los calendarios y, por primera vez después muchos años, ahora que el fin de la guerra estaba próximo, la gente volvía a celebrar con alegría una Nochevieja.
Sí, Madrid era una fiesta. Pero no allí, en aquel barrio del extrarradio, solitario y oscuro.
Barrera se apoyó en el capó del coche y permaneció unos segundos pensativo, considerando cuáles iban a ser sus próximos pasos. Tenía que abandonar Madrid, eso era prioritario; así que estaba obligado a utilizar su otro coche, un modesto Austin Ten, mucho menos potente y veloz que el Bentley. El problema residía en que el Austin estaba guardado en un garaje de la calle Quintana, cerca del parque del Oeste, en el otro extremo de la ciudad, lo que suponía una larga caminata hasta llegar allí.
Suspiró. Más le valía ponerse en marcha.
Abrió de nuevo la portezuela del automóvil y sacó de su interior un portafolio de cuero negro. Se trataba de un maletín muy poco convencional: su estructura era de acero y estaba dotado de una cerradura de seguridad. Además, de él surgía una cadena en cuyo extremo había un grillete parecido a los de las esposas. Barrera rodeó con el grillete su muñeca izquierda y lo cerró. Bajo ningún concepto quería separarse de aquel maletín, cuyo contenido iba a convertirlo en el hombre más poderoso del mundo.
Aferró con fuerza el asa, abandonó el garaje y, una vez en la calle, echó a andar. Toda precaución era poca, de modo que decidió dar un rodeo a través del solar donde se había alzado el viejo hipódromo. Ellos ya habían deducido la naturaleza de sus planes y, a esas alturas, debían de estar buscándolo.
Sí, lo sabían. A fin de cuentas, le habían mandado una carta llena de advertencias: «No lo hagas, o todo se vendrá abajo», «Estás poniendo en peligro el proyecto», «Devuelve lo que nos has quitado». Incluso se permitían amenazarlo de muerte: «No salgas de casa la noche del 1 de enero; si lo haces, tu vida correrá peligro».
Barrera rió sin alegría. Pretendían asustarlo, hacerle cambiar de idea; pero no, no iban a conseguirlo. Lo que él les había quitado era un prodigio, algo más valioso que todo el oro del mundo, algo que le iba a proporcionar un poder y una riqueza como jamás se había visto sobre la faz de la Tierra. Había necesitado de mucho esfuerzo y dedicación para hacerse con ello. Había tenido que mentir y engañar. Incluso se había visto obligado a sabotear sus propias cápsulas. Así que no, ahora no iba a consentir que nada ni nadie se lo arrebatase.
La noche era fría, de modo que se subió las solapas del abrigo y aceleró el paso. Llegó a la calle Raimundo Fernández Villaverde y giró en dirección a la carretera de Chamartín y el paseo de Ronda. A la derecha se alzaba la masa oscura de los pinares de la Cruz del Rayo. A su izquierda resplandecían las ventanas iluminadas de unos bloques de pisos. De una de ellas surgía el sonido de una radio, llevando a sus oídos la melodía de un villancico tradicional.

En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna,
la Virgen y san José y el Niño que está en la cuna...

Barrera divisó frente a él los edificios de la residencia de estudiantes y, junto a ellos, el lugar donde hasta hacía pocos años se encontraba el hipódromo de La Castellana. En 1934, las autoridades decidieron derribarlo para construir en su lugar los nuevos ministerios, pero la guerra civil frustró ese proyecto y ahora, cinco años más tarde, del viejo hipódromo no quedaba más que un solar pedregoso y vacío. Silbando suavemente el villancico que acababa de escuchar, Barrera se internó en las sombras que cubrían aquel terreno lleno de escombros. Atravesándolo, y encaminándose después hacia la calle Ríos Rosas, podía ahorrarse un buen trecho. Y tenía prisa. Mucha.
Había avanzado unos cien metros por entre zanjas y montones de piedras cuando distinguió frente a él la silueta de un carro tirado por un burro. Estaba parado junto a una casamata y el único movimiento que se percibía era el de la cola del animal. Barrera se detuvo instantáneamente. ¿Qué hacía un carro allí, a esas horas...? Quizá perteneciese al guarda de la obra, o, por el contrario, podía tratarse de chatarreros robando material de construcción.
En cualquier caso, Barrera decidió extremar la prudencia, de modo que avanzó sigilosamente, pegado a una valla de madera carcomida. Dejó atrás el carro y miró en derredor. Aparentemente, allí no había nadie. Barrera suspiró, aliviado. Se estaba dejando llevar por la imaginación, más le valía tranquilizarse. Continuó caminando en silencio, arrimado a la valla, hasta alcanzar la altura de los últimos tablones.
El lejano estampido de unos petardos resonó en la noche.
Entonces, súbitamente, alguien surgió de entre las sombras y agarró con violencia a Barrera por las solapas. Era un hombre hirsuto y mal encarado, de baja estatura pero recia complexión. El brillo helado de la hoja de un cuchillo destellaba en su mano derecha.
—¡Tate quieto, julay! —advirtió en tono amenazador—. ¡Dame to lo que lleves o te hinco el filoso!
Barrera abrió desmesuradamente los ojos y dio un paso atrás, intentando zafarse de su agresor. Instintivamente, aferró con las dos manos el portafolio.
«No», pensó; después de tanto esfuerzo no podía consentir que se lo quitaran.
El desconocido agarró con fuerza el maletín y, dando un tirón, se lo arrancó de entre las manos. Pero Barrera estaba unido a la valija por una cadena de acero, de modo que se vio violentamente impulsado hacia delante y chocó contra el hombre. Este se revolvió y tiró nuevamente del maletín. Barrera, zarandeado, comenzó a gritar pidiendo socorro.
—¡Achanta la muy, joputa! —gruñó el desconocido—. ¡Y suelta el petate te dicho, mira que te rajo, cabrón...!
Pero Barrera continuó gritando.
Entonces el cuchillo se alzó por encima de sus cabezas, deteniéndose un instante en el aire para luego precipitarse velozmente, primero hacia abajo y luego hacia arriba, describiendo un letal arco de luz. La afilada hoja de acero traspasó casi sin resistencia los músculos del estómago de Barrera y atravesó los intestinos hasta clavarse en la espina dorsal.
Barrera enmudeció instantáneamente. Sus ojos se desorbitaron mientras la boca se le llenaba de sangre. Sin proferir un lamento, se desplomó sobre el suelo.
Una nueva traca de petardos resonó en la lejanía.
Las notas de un villancico llegaron apagadas por la distancia.

Noche de paz,
noche de luz;
ha nacido Jesús...
Pastorcillos que oís anunciar;
no temáis cuando entréis a adorar;
que ha nacido el amor...

Un individuo surgió del interior del carro. Se llamaba Eutimio Capeche y era primo hermano de Zacarías Capeche, el hombre que acababa de poner fin a la vida de Melchor Barrera. Ambos pertenecían al clan de los Capeches, una numerosa familia de quinquis dedicada al robo de chatarra y quincalla, así como a toda suerte de actividades delictivas.
Eutimio se aproximó al cuerpo de Barrera y se inclinó para examinarlo.
—Le has apiolao, animal —dijo, volviéndose hacia su primo—. Tenías que achorarle, no darle matarile...
Zacarías Capeche se encogió de hombros mientras limpiaba con un trapo la ensangrentada hoja de su cuchillo.
—Se puso a bufetar y había que callarlo —dijo, en tono de excusa—. ¿Qué querías qu’iciese...? Amás, no soltaba el petate.
Eutimio cogió del suelo el maletín y tiró de él. La cadena tintineó y se tensó. El exánime brazo de Barrera se movió de un lado a otro, como si aquel cadáver fuera una siniestra marioneta y el quinqui un titiritero.
—¿Cómo lo va a soltar, jodio? ¿No ves que va atao al maletín?
—¡Coño! —exclamó Zacarías, inclinándose hacia delante—. Seguro que ahí lleva baribú de parné... ¿Qué amos a hacer...?
—Meterlo pal carro, no vaya a ser que venga alguien. —Eutimio cogió el cuerpo de Barrera por las axilas y se volvió hacia su primo—. ¡Vamos! ¡Echa una mano, pasmao...!
Entre los dos metieron el cadáver en el interior del carro, depositándolo sobre un montón de hierros oxidados. Eutimio rebuscó en los bolsillos del traje de Barrera hasta encontrar la cartera. Con una sonrisa, le mostró a Zacarías su contenido.
—¡Mira, primo: dólares, como en las películas! —Agitó el fajo de billetes—. ¡El julay estaba forrao!
Pero Zacarías apenas le hizo caso, afanado como estaba en intentar abrir el maletín con una palanqueta.
—Esto no hay quien lo reviente —masculló, luchando en vano contra la cerradura—. Vamos a tener que aserrar la cadena... —Permaneció unos instantes pensativo y añadió—: O mejor el brazo, ques más blando.
—Mira que eres bruto, quiyo —murmuró Eutimio. Se inclinó sobre el cadáver y volvió a registrar las vestimentas de Barrera. En el bolsillo del chaleco encontró una pequeña llave. Se la tendió a su primo—. Anda, prueba con esto, gilí...
Zacarías, malhumorado, cogió la llave de un manotazo y la introdujo en la cerradura. El pestillo saltó con un leve «clic». Abrió la tapa y contempló el interior del maletín.
Estaba completamente vacío, salvo por un pequeño sobre blanco.
Zacarías lo abrió y contempló incrédulo lo que contenía.
—¿Pero qué mierda es esto...? —masculló.
Zacarías Capeche había puesto todas sus esperanzas en aquel portafolio. Pensaba, no sin razón, que si un hombre va encadenado a un maletín es porque ese maletín debe de contener algo realmente valioso; de modo que esperaba encontrar alhajas o dinero, pero nunca un botín tan miserable.
—¡Maldita sea! —gruñó.
Y se disponía a arrugar aquel estúpido sobre y su aún más estúpido contenido, cuando su primo se lo arrebató de entre las manos.
—Tranquilo, hombre —dijo Eutimio—. Esto puede valer mucha guita.
—¿Esa mierda? ¡No jodas!
—Sí, primo. Hay quien paga muchos charneles por cosas así, y yo sé dónde podemos venderlo. —Se guardó el sobre en el bolsillo, junto a los billetes. Acto seguido saltó al pescante del carro y azuzó al burro—. Ahora vamos a buscar una calera para deshacernos del fiambre, que, como sigamos así, va a empezar a funguelar...
El animal se puso en marcha con paso cansino y, lentamente, traqueteando y bamboleándose, el carro se perdió en la oscuridad.
Así fue cómo Melchor Barrera, el hombre que estaba destinado a alcanzar más gloria y poder que ningún otro en la historia, desapareció para siempre de la faz de la Tierra.
Y las piezas del juego comenzaron a desplegarse sobre el tablero.

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