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viernes, 6 de febrero de 2015

Aragorn II, soberano de las Tierras Occidentales

Ahora que han pasado más de doscientos años, y mi frente está ajada y blanco mi cabello, es el momento de repasar las edades pretéritas, antes de que mi espíritu acuda ante Mandos, juez de los valar.
Los libros antiguos hablan de nosotros, los hombres, como los Seguidores porque fuimos creados por el Único después de los elfos. También se nos llamó Huéspedes o Forasteros porque nuestro paso por el mundo es breve y no estamos atados a la tierra. Surgimos en los años del Sol, cuando la Tierra Media era regida por los presurosos cambios del crecimiento y el declinar de las cosas. Además, fuimos los Malditos porque nos asemejábamos al Señor Oscuro más que ninguna de las otras razas. Pero la entrega de mi antiguo linaje, los edain, en las Guerras de Beleriand hizo que fuéramos recompensados por los valar, quienes nos ofrecieron la isla de Númenor. En este nuevo hogar nos alcanzó la riqueza y el júbilo, pero la larga sombra de Sauron pervirtió nuestros corazones y la tierra que surgió de las aguas se hundió de nuevo en el océano.
Yo, Aragorn II, soy el último de los edain en esta tierra y heredero de Isildur, cuyo padre, el gran Elendil, fue el señor de los Fieles y creador de las dinastías de Gondor y Arnor. Por mis venas corre la antigua nobleza de los númenóreanos, y mis manos sostienen la espada Andúril, la Narsil forjada de nuevo, símbolo de la destrucción del Señor Oscuro.
Han transcurrido más de cien años de mi reinado. Atrás quedaron las hazañas gloriosas, como capitán, como montaraz, como miembro de la Compañía... Hemos traído la paz a las Tierras Occidentales, alejando la oscuridad de la Tierra Media. Pero debemos vigilar la niebla de nuestros corazones, pues ahí siempre habita.
A mi lado permanece Arwen, mi amada reina, cuya luz disuelve la bruma de mi alma.
 


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