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lunes, 9 de diciembre de 2013

La marca del guerrero, extracto





Sefeide tamborileó con sus afilados dedos contra el reposabrazos de la silla de madera. El repiqueteo de sus mermadas uñas contra la superficie invadía la sala. Sus dientes, algo puntiagudos, rechinaban y chasqueaban cuando movía la mandíbula hacia delante y hacia atrás. Su impaciencia era evidente, pero él luchaba por ocultarla a pesar de que se encontraba solo en la estancia. Era un hombre irascible, propenso a la exageración y las rápidas decisiones. Por eso, en momentos como aquel, sus sirvientes preferían mantenerse ocupados en cosas que no implicaran permanecer en su presencia o bajo su mirada furibunda.
Maltés entró en la amplia estancia con el paso más firme que pudo. Lo cierto es que nunca tuvo un buen porte; eso su padre debía admitirlo mientras lo veía caminar hacia él. Observó que el muchacho llevaba en sus manos un grueso sobre que envolvía una carta. Una misiva sin duda procedente del gobernante, puesto que llevaba el sello de la realeza, lacrado de rojo oscuro y rematado con un tinte verde que formaba la marca de la familia real. El sello estaba, no obstante, roto; la carta ya había sido leída por su hijo y, aunque eso no le importunaba, ansiaba conocer la respuesta de inmediato. Sin embargo, a decir verdad, en su interior ya suponía cuál sería.
—Señor. —Su hijo se inclinó levemente para saludarlo.
—¿Traes buenas nuevas? —preguntó su padre, tenso, sintiendo cómo se erguía sobre su asiento de forma inconsciente.
«No, padre, no he tenido incidentes durante el viaje, agradezco vuestra preocupación», pensó el joven Maltés, suspirando para sí. Su padre interpretó este suspiro como una mala señal en respuesta a su pregunta.
—¿Se han negado? —insistió en saber.
—De nuevo —corroboró el muchacho, y se acercó unos pasos más para entregarle la misiva, subiendo el pequeño escalón sobre el que descansaba la ostentosa aunque anticuada silla de madera noble.
Sefeide le arrebató de las manos la carta y comenzó a leer con avidez. Su cara iba perdiendo o ganando color según sus ojos recorrían las palabras en ella escritas. Maltés regresó a su posición anterior, bajando el peldaño, en espera del permiso para retirarse y regresar al jardín que hacía tanto tiempo que no podía cuidar. Su viaje le había costado perder de vista las plantas que cultivaba con admiración, y temía que se hubieran marchitado; no obstante, sospechaba que ahora tendría que soportar la decepción de su padre, que caería como rocío sobre él, calándole hasta los huesos.
—¡Es increíble! ¡Increíble! —exclamó Sefeide, indignado. Se habría levantado airadamente de no ser porque la edad empezaba a jugarle malas pasadas—. ¿Te han dejado siquiera ver a la joven Aremís?
—No, me temo que no han permitido que nos conociéramos.
—¡Son unos déspotas, eso son! Aliándose con familias de segunda con tal de no ofrecernos una oportunidad, y todas ellas dándonos la espalda para esperar como buitres la elección de su señor. ¡No seguiré jugando a su juego! Las excusas suenan ya vacuas a mis oídos tras tanto tiempo tratando de llegar a ellos de forma cordial. Todos sabemos lo que los retiene a la hora de ligar a su familia con la mía.
Maltés escuchó todo aquello como lo había escuchado tantas otras veces desde que nació. El conocimiento implícito de esas palabras era algo arraigado en su consciencia desde que era un infante, quizá por eso no le embargaba la indignación que, en cambio, parecía despertar en su padre. Ellos, los Aivanek, nunca alcanzarían el trono, pero su progenitor parecía incapaz de asumirlo.
—Es un sinsentido. ¡Un sinsentido, te digo! Pero, ah..., haré que sean ellos quienes vengan a suplicar. Les daré una razón a sus rechazos. Oye lo que te digo. —Y remarcó—: suplicarán la conmiseración de mi familia. ¿Has traído el halcón?
El muchacho asintió.
—Bien, si hiciste lo que te dije no debería haber problemas. Los bárbaros aceptarán, por la cuenta que les trae. Esta afrenta no será nuevamente ignorada, quiero ver a uno de mis hijos en el trono antes de morir. —Miró a Maltés con rabia. No era su predilecto, pero podría haber servido a sus propósitos—. No has permanecido demasiado tiempo allí. ¿Fuiste insistente?
—Lo fui, señor.
—No lo suficiente, sin duda.
El muchacho guardó silencio, aunque no comprendía por qué su padre insistía en culparlo de un fracaso que venía de una cadena de previos e iguales fracasos, en los que él no había llegado a tener participación alguna y que se remontaban generaciones atrás. Su propio padre había tenido que soportarlos.
Ante su negativa a rebatir la acusación, Sefeide desvió de nuevo el objetivo de sus críticas hacia su gobernante.
—Si el pueblo supiera todo lo que el rey hace, se rebelaría. Es fácil mantener el velo cuando ostentas el poder e impedir que otros alcancen tu nivel de riqueza atacándolos y castigándolos por delitos que tú mismo superas con creces. Tanto le preocupa que sus hijas sean bien casadas y tener contentos a los miembros de las familias que le sirven y a los grandes comerciantes, que se olvida de que el pueblo tiene hambre y ha pasado mucha más. Ellos no lo olvidarán y terminarán aliándose conmigo, ya lo verás. Yo convertiré este desolado territorio en un imperio inconmensurable. Puede que mis arcas no estén tan llenas como las suyas, pero poco falta, y una vez consiga aliados, precipitaré los ataques contra el gobierno... ¡Maltés! ¿Me estás escuchando?
El zagal se giró de nuevo hacia su padre, parpadeando en la penumbra; le había deslumbrado el sol que entraba por la ventana por la cual había estado mirando ensimismado, sumergido en sus propios pensamientos, mucho más de su interés que el discurso egocentrista de su padre.
—Disculpad, señor. Sí, os escucho.
—Ya no eres un niño, Maltés, y si no aprendes a ascender y a mantenerte en el nivel de los adultos vas a caer en alguna de las trampas de las otras familias. Apenas te dedicas a entrenar, no escuchas los consejos de tu tutor, no aprendes las lecciones de historia, no participas en los ritos familiares, caminas por ahí con la vista perdida como un alma en pena... ¡No me extraña que te rechazaran!
—También rechazaron a Taisham —entró en su juego el muchacho, mostrándose a la defensiva pero hablando con calma y educación—. ¿No es cierto, padre?
Sefeide se levantó y se enderezó cuanto fue capaz, aunque tuvo que apoyarse en su bastón de cuerno para hacerlo.
—¡No te atrevas ni a pronunciar su nombre, insolente! Nunca llegarás a ser ni la décima parte del hombre que es él.
Maltés le lanzó una mirada afilada con los labios apretados. Pero la afirmación, lejos de enfurecerlo, hizo que su despecho diera paso rápidamente a la tristeza. Bajó sus ojos color perla, dejando la mirada perdida en una grieta del suelo.
—Retírate de mi presencia... solo me recuerdas la deshonra que es tenerte por hijo.
El muchacho hizo una leve inclinación y abandonó la sala.




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