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sábado, 26 de mayo de 2012

Paseo por las Leyendas de Toledo


Paseo por las Leyendas de Toledo
Una guía en los límites de lo real

Desde nuestro sello Imágica llega la cuarta edición de Paseo por las Leyendas de Toledo, una guía en los límites de lo real.

Este trabajo es el fruto de un proyecto que se inició hace ya muchos años. Joaquín García Sánchez-Beato y yo comenzamos a recoger leyendas toledanas en el año 1996, durante una serie de mañanas luminosas del mes de julio, en la sala de lectura de la antigua Biblioteca Pública de Toledo.

Nuestro libro nace con la ilusión de aportar una nueva forma de contar las leyendas de Toledo, e incluye un puñado de relatos que no habían vuelto a ver la luz desde su primera publicación, ya lejana, en las páginas de la revista Toledo, en otras publicaciones periodísticas del siglo XIX y en algún libro hoy olvidado.

Juan Carlos Pantoja Rivero

Los autores:
Juan Carlos Pantoja Rivero (Toledo, 1961) es doctor en filología hispánica y profesor de lengua y literatura españolas en la Instituto Alfonso X el Sabio de Toledo. Su labor investigadora se centra en la literatura caballeresca del siglo XVI, y es autor de numerosos libros relacionados con el tema. Participó en el libro Toledo, ciudad de leyenda.

Juaquín García Sánchez-Beato (Toledo, 1961-2006) ejerció como maestro de primaria en la provincia de Toledo. Su pasión por la historia le convirtió en un gran conocedor de muchos de los secretos que el paso del tiempo dejó como legado en Toledo, ciudad con la que se sentía muy identificado. También colaboró en el libro Toledo, ciudad de leyenda.

Las leyendas:

La milagrosa aparición de santa Leocadia

A orillas del Tajo. En su florida vega. En la conclusión del estrecho y amoroso abrazo con que el río enlaza a Toledo y se aleja hacia poniente, se yergue humilde, pero firme, la basílica de la santa toledana, Leocadia, virgen y mártir.
Hija de familia patricia y acomodada, Leocadia profesó la fe cristiana desde su juventud y, fiel a su doctrina, murió en prisión el 9 de diciembre del año 303 o 304 (según Francisco Rivera Recio), víctima de la persecución desatada por el cruel Daciano contra los seguidores de Jesús.
Los fervorosos cristianos, que entonces abundaban, aunque en secreto, en Toledo, dieron sepultura a los restos de Leocadia y elevaron un altar en aquel sitio que, con el paso del tiempo, se convirtió en lugar sagrado, edificándose una basílica que fue santuario final de peregrinos y sede de numerosos concilios durante el periodo visigodo. Allí acudían los fieles a diario con piadosas oraciones, encendidas alabanzas o humildes peticiones a la santa, agolpándose en el recinto de la basílica, incapaz ya de acoger aquella continua muchedumbre.
Gobernaba la iglesia toledana en el año del nacimiento de Jesucristo de 666, el venerable Ildefonso, singularmente devoto en el culto a la Virgen María. Llegada la fecha del 9 de diciembre de ese año, festividad de la famosa santa, partió de la ciudad, como era costumbre, una procesión hacia la basílica extramuros, encabezada por Ildefonso y otros prelados eclesiásticos, y el rey Recesvinto, rodeado de lo más granado de sus nobles. Tras ellos desfilaba el pueblo sencillo de Toledo formando una gran marea humana.
Ya en el interior del templo, repleto de fieles, comenzaron los oficios religiosos y las alabanzas y gratitudes a la Virgen y a la patrona de Toledo. Y estando ocupados en estos menesteres, se produjo un milagroso prodigio ante los ojos atónitos de todos los asistentes: como movida por una invisible y poderosa mano, se levantó la pesada losa que cerraba el sepulcro de la santa, y de su interior, envuelta en una luz sobrenatural, surgió Leocadia, cubierta por un inmaculado velo blanco. La prodigiosa aparición dio unos pasos hacia los estupefactos y petrificados espectadores, y dirigiéndose a Ildefonso, le dijo:
—Por ti vive mi Señora.
Dando a entender con estas palabras que la expansión del culto mariano en el reino visigodo se debía a él, la refulgente aparición dio media vuelta y se encaminó de nuevo a su sepulcro. Entonces Ildefonso, con una daga que le había entregado el aún sorprendido rey Recesvinto, alcanzó a cortar un trozo del velo de la santa.
Con la preciada reliquia, volvieron todos a la ciudad dando gracias al cielo y, según dice don José Amador de los Ríos, en su Toledo pintoresca de 1845, «el velo juntamente con el cuchillo hasta el día de hoy se conserva en el sagrario de la iglesia Mayor, entre las demás reliquias.»


El Cristo de la Vega

Hacía algún tiempo que la pasión había permitido la entrada del joven soldado Diego Martínez a los recatados aposentos de la bella Inés de Vargas; los dos, entregados a su amor, eran ya propiamente marido y mujer, según las reglas del matrimonio secreto. Sin embargo, la joven, discreta y noble, quiso que lo que ambos habían consumado se hiciese público algún día. Aquella tarde luminosa, en la Vega, doña Inés y don Diego paseaban conversando amenamente, y la muchacha consideró oportuno solicitar de su amado el juramento de que se casaría con ella:
—Mi padre conoce ya nuestros amores, y es justo que limpiéis con vuestro juramento la mancha de mi honra —comentó doña Inés.
—No es menester un juramento cuando está por medio mi palabra —fue la respuesta del galán.
El tesón de la dama les colocó a los dos ante la imagen del Cristo que presidía la nave del templo de la Vega, y allí Diego Martínez juró, a los pies de la figura, que se casaría con Inés a la vuelta de las guerras de Flandes.
Los días se prolongaban, los meses eran eternos y los años transcurrían en la soledad de la casa de los Vargas, donde doña Inés esperaba, con la mirada puesta en la ventana, la vuelta del soldado que le tenía dada palabra de matrimonio. Pasados tres años, Inés vio a lo lejos las tropas españolas que volvían de Flandes, y salió a la calle a recibir a su soldado. Pero no era un soldado el que tornaba, sino un capitán; y no era Diego Martínez, sino don Diego, altivo, gallardo, orgulloso y olvidadizo hasta el extremo de no reconocer a la que fue otrora su amada. Tras rogar y suplicar, despechada, Inés recurrió a la justicia y se arrojó a los pies del gobernador, don Pedro Ruiz de Alarcón, quien, tras oír a la muchacha, convocó a don Diego Martínez:
—Sí conozco a esta mujer, mas haberle jurado matrimonio, lo niego —respondió seguro el capitán.
—Pues no tenéis ningún testigo —dirigiéndose el gobernador a Inés—, no se ha de poner en duda la palabra de don Diego.
Con lágrimas en los ojos, la pobre dama engañada recordó que el juramento fue ante la imagen de Dios:
—¡Sí tengo un testigo! —dijo—: ¡El Cristo de la Vega!
Llegada la comitiva de jueces, escribanos, protagonistas y mirones a la ermita del Cristo, consideró don Pedro que era llegado el momento de tomar declaración a tan alto testigo:
—Hijo de María: ¿juras que es cierto que don Diego Martínez dio aquí, en tu presencia, palabra de matrimonio a doña Inés de Vargas? —preguntó el notario, mientras acercaba hacia él la Biblia.
Y una voz sobrenatural que llenó todo el recinto, exclamó:
—¡Sí, juro!
Y entonces, la imagen despegó de la cruz una ensangrentada y desgarrada mano que posó sobre el libro en señal de juramento. Sobrecogidos los presentes, nadie supo qué hablar, y don Diego, tembloroso, cedió ante tan buen testigo y cumplió su palabra con doña Inés, aunque quién sabe si ambos, espantados ante el prodigio, no decidieron renunciar a las vanidades de este mundo y profesar como religiosos en alguno de los conventos que encierra la ciudad. La imagen del Cristo de la Vega, desde entonces, ha permanecido siempre así, con el brazo desenclavado.



Colección: Historia mítica
Edición: Rústica con solapas
Páginas: 288.
Formato: 15,6 x 23,2
P.V.P.: 19,50€
ISBN: 978-84-95775-32-9


Catalogo: http://dl.dropbox.com/u/58838614/CATALOGO_digital.pdf
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