Paseo por las Leyendas de
Toledo
Una guía en los límites de
lo real
Desde nuestro sello Imágica llega la cuarta edición de
Paseo por las Leyendas de Toledo, una guía en los límites de lo real.
Este trabajo es el fruto de un proyecto que se inició
hace ya muchos años. Joaquín García Sánchez-Beato y yo comenzamos a recoger
leyendas toledanas en el año 1996, durante una serie de mañanas luminosas del
mes de julio, en la sala de lectura de la antigua Biblioteca Pública de Toledo.
Nuestro libro nace con la ilusión de aportar una nueva
forma de contar las leyendas de Toledo, e incluye un puñado de relatos que no
habían vuelto a ver la luz desde su primera publicación, ya lejana, en las
páginas de la revista Toledo, en otras publicaciones periodísticas del siglo
XIX y en algún libro hoy olvidado.
Juan Carlos Pantoja
Rivero
Los autores:
Juan Carlos Pantoja Rivero (Toledo, 1961) es doctor en
filología hispánica y profesor de lengua y literatura españolas en la Instituto
Alfonso X el Sabio de Toledo. Su labor investigadora se centra en la literatura
caballeresca del siglo XVI, y es autor de numerosos libros relacionados con el
tema. Participó en el libro Toledo,
ciudad de leyenda.
Juaquín García Sánchez-Beato (Toledo, 1961-2006) ejerció
como maestro de primaria en la provincia de Toledo. Su pasión por la historia
le convirtió en un gran conocedor de muchos de los secretos que el paso del
tiempo dejó como legado en Toledo, ciudad con la que se sentía muy
identificado. También colaboró en el libro Toledo,
ciudad de leyenda.
Las leyendas:
La milagrosa aparición de santa Leocadia
A orillas del Tajo. En su
florida vega. En la conclusión del estrecho y amoroso abrazo con que el río
enlaza a Toledo y se aleja hacia poniente, se yergue humilde, pero firme, la
basílica de la santa toledana, Leocadia, virgen y mártir.
Hija de familia patricia y
acomodada, Leocadia profesó la fe cristiana desde su juventud y, fiel a su
doctrina, murió en prisión el 9 de diciembre del año 303 o 304 (según Francisco
Rivera Recio), víctima de la persecución desatada por el cruel Daciano contra
los seguidores de Jesús.
Los fervorosos cristianos, que
entonces abundaban, aunque en secreto, en Toledo, dieron sepultura a los restos
de Leocadia y elevaron un altar en aquel sitio que, con el paso del tiempo, se
convirtió en lugar sagrado, edificándose una basílica que fue santuario final
de peregrinos y sede de numerosos concilios durante el periodo visigodo. Allí
acudían los fieles a diario con piadosas oraciones, encendidas alabanzas o
humildes peticiones a la santa, agolpándose en el recinto de la basílica,
incapaz ya de acoger aquella continua muchedumbre.
Gobernaba la iglesia toledana
en el año del nacimiento de Jesucristo de 666, el venerable Ildefonso,
singularmente devoto en el culto a la Virgen María. Llegada la fecha del 9 de
diciembre de ese año, festividad de la famosa santa, partió de la ciudad, como
era costumbre, una procesión hacia la basílica extramuros, encabezada por
Ildefonso y otros prelados eclesiásticos, y el rey Recesvinto, rodeado de lo
más granado de sus nobles. Tras ellos desfilaba el pueblo sencillo de Toledo
formando una gran marea humana.
Ya en el interior del templo,
repleto de fieles, comenzaron los oficios religiosos y las alabanzas y
gratitudes a la Virgen y a la patrona de Toledo. Y estando ocupados en estos
menesteres, se produjo un milagroso prodigio ante los ojos atónitos de todos
los asistentes: como movida por una invisible y poderosa mano, se levantó la
pesada losa que cerraba el sepulcro de la santa, y de su interior, envuelta en
una luz sobrenatural, surgió Leocadia, cubierta por un inmaculado velo blanco.
La prodigiosa aparición dio unos pasos hacia los estupefactos y petrificados
espectadores, y dirigiéndose a Ildefonso, le dijo:
—Por ti vive mi Señora.
Dando a entender con estas
palabras que la expansión del culto mariano en el reino visigodo se debía a él,
la refulgente aparición dio media vuelta y se encaminó de nuevo a su sepulcro.
Entonces Ildefonso, con una daga que le había entregado el aún sorprendido rey
Recesvinto, alcanzó a cortar un trozo del velo de la santa.
Con la preciada reliquia,
volvieron todos a la ciudad dando gracias al cielo y, según dice don José
Amador de los Ríos, en su Toledo pintoresca de 1845, «el velo juntamente con el
cuchillo hasta el día de hoy se conserva en el sagrario de la iglesia Mayor,
entre las demás reliquias.»
El Cristo de la Vega
Hacía algún tiempo que la
pasión había permitido la entrada del joven soldado Diego Martínez a los
recatados aposentos de la bella Inés de Vargas; los dos, entregados a su amor,
eran ya propiamente marido y mujer, según las reglas del matrimonio secreto.
Sin embargo, la joven, discreta y noble, quiso que lo que ambos habían
consumado se hiciese público algún día. Aquella tarde luminosa, en la Vega,
doña Inés y don Diego paseaban conversando amenamente, y la muchacha consideró
oportuno solicitar de su amado el juramento de que se casaría con ella:
—Mi padre conoce ya nuestros
amores, y es justo que limpiéis con vuestro juramento la mancha de mi honra
—comentó doña Inés.
—No es menester un juramento
cuando está por medio mi palabra —fue la respuesta del galán.
El tesón de la dama les colocó
a los dos ante la imagen del Cristo que presidía la nave del templo de la Vega,
y allí Diego Martínez juró, a los pies de la figura, que se casaría con Inés a
la vuelta de las guerras de Flandes.
Los días se prolongaban, los
meses eran eternos y los años transcurrían en la soledad de la casa de los
Vargas, donde doña Inés esperaba, con la mirada puesta en la ventana, la vuelta
del soldado que le tenía dada palabra de matrimonio. Pasados tres años, Inés
vio a lo lejos las tropas españolas que volvían de Flandes, y salió a la calle
a recibir a su soldado. Pero no era un soldado el que tornaba, sino un capitán;
y no era Diego Martínez, sino don Diego, altivo, gallardo, orgulloso y
olvidadizo hasta el extremo de no reconocer a la que fue otrora su amada. Tras
rogar y suplicar, despechada, Inés recurrió a la justicia y se arrojó a los
pies del gobernador, don Pedro Ruiz de Alarcón, quien, tras oír a la muchacha,
convocó a don Diego Martínez:
—Sí conozco a esta mujer, mas
haberle jurado matrimonio, lo niego —respondió seguro el capitán.
—Pues no tenéis ningún testigo
—dirigiéndose el gobernador a Inés—, no se ha de poner en duda la palabra de
don Diego.
Con lágrimas en los ojos, la
pobre dama engañada recordó que el juramento fue ante la imagen de Dios:
—¡Sí tengo un testigo! —dijo—:
¡El Cristo de la Vega!
Llegada la comitiva de jueces,
escribanos, protagonistas y mirones a la ermita del Cristo, consideró don Pedro
que era llegado el momento de tomar declaración a tan alto testigo:
—Hijo de María: ¿juras que es
cierto que don Diego Martínez dio aquí, en tu presencia, palabra de matrimonio
a doña Inés de Vargas? —preguntó el notario, mientras acercaba hacia él la
Biblia.
Y una voz sobrenatural que
llenó todo el recinto, exclamó:
—¡Sí, juro!
Y entonces, la imagen despegó
de la cruz una ensangrentada y desgarrada mano que posó sobre el libro en señal
de juramento. Sobrecogidos los presentes, nadie supo qué hablar, y don Diego,
tembloroso, cedió ante tan buen testigo y cumplió su palabra con doña Inés,
aunque quién sabe si ambos, espantados ante el prodigio, no decidieron
renunciar a las vanidades de este mundo y profesar como religiosos en alguno de
los conventos que encierra la ciudad. La imagen del Cristo de la Vega, desde
entonces, ha permanecido siempre así, con el brazo desenclavado.
Colección: Historia mítica
Edición: Rústica con solapas
Páginas: 288.
Formato: 15,6 x 23,2
P.V.P.: 19,50€
ISBN: 978-84-95775-32-9
Catalogo:
http://dl.dropbox.com/u/58838614/CATALOGO_digital.pdf
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Contacto:
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Pedidos:
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