Se acabó la Feria del Libro y uno no puede evitar sentir una cierta sensación de pesar, como cuando éramos niños y se acababa el verano o las vacaciones y dejábamos de ver a aquellos amigos con los que solo podías encontrarte en esas ocasiones especiales.
Este año tenía especiales ganas de acudir a la Feria. Con otra novela recién salida del horno de la imprenta y con editor nuevo me apetecía mucho participar en esta fiesta en la que uno puede pulsar de cerca el sentimiento de la gente hacia tu trabajo, aunque se trate solo de esa primera impresión que causa la visión del libro en el posible lector. Esa primera toma de contacto entre el producto de más de un año de mi trabajo y aquel al que va destinado.
Muchas veces esa conexión es efímera, tanto como una simple mirada de soslayo a las llamativas tapas de “El precio de la codicia”, mi última novela. Pero otras, esa unión es plena, casi como un encuentro en la tercera fase, y el visitante decide llevarse el libro. Ese momento es el que te convence de que ha merecido la pena tantas horas de dedicación porque una persona desconocida, en estos tiempos de crisis para todos, decide hacer el esfuerzo de gastarse quince euros para llenar sus horas de ocio. Y serás tú quien se las ocupe. Estarás a su lado, tumbado en la cama antes de dormirse durante varias de sus próximas noches o quizá tirado en la playa mientras se tuesta al sol.
La experiencia este año ha sido nueva y muy gratificante. Diferente. He tenido la ocasión de compartir la caseta con el propio editor, Alberto Santos, cosa que no me había sucedido en anteriores ocasiones, con otras editoriales en las que he publicado, donde el editor de turno no aparecía por la feria y delegaba toda la tarea de las ventas en los empleados.
Ha sido un placer observar a Alberto cómo se mueve para vender sus libros. Parece un cangrejo ermitaño con la casa a cuestas, aborda a los paseantes sacando medio cuerpo del cajón para ofrecerles un producto en el que confía plenamente. ¡Señora, mire, un thriller explosivo!, ofrece libro en mano. Su convencimiento es tal que nadie vuelve la cara. Se acercan y miran los libros y escuchan atentamente las explicaciones con el ejemplar entre las manos. “Aquí está el autor, si lo compra se lo puede llevar firmado”. Y después, sin recibir presiones, los clientes deciden libremente si compran o no. En ese sentido, Alberto es muy respetuoso. Nada de agobiar al personal.
“Cada libro tiene su frase”, me dice en uno de los pocos momentos de respiro que se toma. Es algo así como decir que cada hijo tiene sus virtudes y que solo hay que reconocerlas. Y Alberto, con un solo vistazo, sabe qué libro ofrecer a cada cual. A unos el mío, a otros la divertida guía para zombis, a este otro el diccionario klingon o la espectacular recopilación de naves estelares de Star Trek
En cierta forma, me siento algo inepto allí, sentado en silencio en mi taburete aguardando a que Alberto cace para mí. Como el polluelo en el nido que espera a que la madre le traiga el alimento en el pico. Pero es que es muy difícil seguirle el ritmo y eso que yo no soy de esos autores que permanecen tras el mostrador con gesto altivo e indiferente ante el merodeo de sus posibles clientes. No, a mí me gusta hablar con ellos y, si me dejan, explicarles de qué va mi novela.
Este año, además, he tenido el enorme placer de convivir también en la caseta con otros autores, jóvenes todos ellos y bien diferentes a mí en lo que a la creación literaria se refiere. Estuve con TF Famux, una animosa joven que escribe como los ángeles novelas de fantasía (La marca del guerrero) y que se implica casi tanto como Alberto en la captación de clientes, y con Llorenç Carbonell, quien además de ser el autor de la guía de naves estelares de Star Trek forma parte de la pequeña empresa que lidera Alberto. Pude comprobar la generosidad de ambos, que ofrecían mi libro a los visitantes por delante de los suyos con una franqueza que me impresionó.
Hubo otros autores durante la Feria aunque no tuve la suerte de coincidir con ellos. Otra vez será pero ya os estoy echando de menos.
Francisco Galván